Pero, en esta ocasión, sí me avisaron para ir al cine estando uno tan tranquilo en su casa y poco antes de que dara comienzo la película. De esta guisa se presenta El Cinéfilo Ignorante para ver Spotlight, después de un carrerón digno de un sprinter. Gracias a que, para algunos taquilleros, los arrebatos de cinemanía son las faltas que le inspiran mayor indulgencia, da tiempo a estar sumido en la butaca antes incluso del consabido traíler.
¿Ideas previas sobre Spotlight? Pocas, como de costumbre. Antes de verla, podría pasar por un thriller
de esos en los que es superimportante el valor de un rábano quién agarró el arma,
dónde la escondió y en qué momento se la pasó a otro que fue el que perpetró la
matanza de turno. Eso sí; huele regular eso de que pueda pertenecer al
género cinematográfico conocido como cine americano y que, así de primeras,
la cosa vaya de periodismo de investigación. Pero no: también hay gente
caritativa que tiene la deferencia de evitar contarte de qué va la
historia.
Así pues, enseguida viajamos al mundo del periodismo. El que guste de la prensa empieza a disfrutar un montón. Si también le gusta oír el suave acento del inglés de Nueva Inglaterra, desde el primer minuto le está haciendo un buen regalo a sus oídos. Finalmente, aquel al que le interesa conocer más a fondo la sociedad de un país de cierto peso en el mundo como es Estados Unidos, también va a ver justificada la incursión en una noche de enero que se preveía casera.
Los personajes o, mejor dicho, esas interpretaciones, son los que merecen la excursión
a una pantalla grande que exhiba Spotlight. Es sumamente difícil y
también resbaladizo contar con actores y actrices que representan
personas dedicados en cuerpo y alma a una causa. Sorpréndanse: en toda
la película no hay el menor atisbo de una historia de amor ni de un
trauma entre policías resentidos o víctimas de la culpa. Esos podrían
resultar ideas fáciles comparados con la muestra de profesionales al
100%. El peligro es la afectación, la caricatura del adicto al trabajo, el elogio desmedido hacia un gremio. Pero no: esos que trabajan tanto son gente que, realmente, se cree lo que hace.
No sé ahora, en estos tiempos de ipods y de tablets, si esos profesionales teclearían en dichos aparatejos con la misma entrega con la que empuñan un lápiz (sic) para garabatear en su libretilla (más sic) unos trazos que, se supone, recogen las declaraciones de los entrevistados. ¡Qué pasión grafómana! ¡Qué amor periodístico! ¡Qué afición a Los Papeles!
Espero dejar espacio al misterio aun desvelando que los focos se dirigen hacia la Iglesia Católica. Escribo desde un país en el que es aparecer un cura y es seguirle alguien con un palo o con un palio. Es otro peligro, en este contexto, juzgar una obra en función de las opiniones propias sobre una institución que tiene la misma facilidad para divulgar misterios teóricamente imposibles y para ocultar hechos no menos inverosímiles del estilo Eso Es Imposible. En efecto: la Santa Madre Iglesia no sale muy bien parada que digamos y, aún así, seguirá siendo, incluso para algunos profesores de Religión, una magnífica película.
No son pocos los obstáculos para pintar un retrato creíble y objetivo: la profesionalidad exacerbada, la Iglesia, unas relaciones personales de compañeros de trabajo que deben estar codo con codo día y noche ¡con lo que podría pasar! Que no: que esta gente se dedica a lo que se dedica. De ellos se encargan unos intérpretes tan fornidos, polifacéticos e irresistibles como Michael Keaton, que lo mismo hace de Hombre Pájaro que de Periodista Receloso; a Mark Ruffalo (un tipo que ha estado a la altura en joyitas como Foxcatcher, A ciegas y Begin Again) y que aquí se da sus buenas carreras para que no le cierren unas cuantas oficinas a lo largo de todo el film; a Liev Schreiber, que, en esta cinta, parece, sin que se entere su Naomi, un cruce entre las caras de Antonio Muñoz Molina y, ejem, Jorge Javier Vazquez, y, cerrando una lista que no debería ser tan exigua, a la grandísima Rachel McAdams, que hace lo que quiere con esa forma de mirar.
Ninguno de ellos tiene nada que ver con los intérpretes de El Club, la Obra Maestra (Sí; eso he dicho), que también explota el tema central de Spotlight. En la forma, desde luego, no mantienen ninguna relación; ni tampoco en la situación temporal: esta sucede antes que aquélla. Pero es la misma historia, siempre de interés igual por lo bueno (la denuncia de la injusticia) que por lo malo (lo escabroso del asunto). En cuanto a esto último, descuiden: el morbo malsano brilla por su ausencia. En lo que respecta a la lucha contra la injusticia, se da en el desarrollo de Spotlight una sospecha de ambigüedad que la enriquece muy mucho: ¿Buscan caer bien a sus vecinos bostonianos? ¿Van detrás de la fama? ¿Del prestigio? ¿Lo que quieren es la recuperación de las ventas, o sea, ganar dineros? ¿O lo que anhelan es la búsqueda de la verdad, tarea que, de hecho, no debería ser patrimonio de lo que llaman El Cuarto Poder?
Para que no le acusen a uno de exagerado, hay que admitir que también nos estancamos en algunos baches de los más de 120 minutos que giran en torno al periodismo de investigación, género obtuso tanto para los románticos empedernidos como para los hiperactivos del cine de acción, pero también para los que nos reconocemos negados a la hora de retener nombres de jueces, obispos, sacerdotes, gacetilleros y víctimas además de lo ajenos que nos pueden resultar ciertos laberintos legales. Es verdad: hay momentos en que el espectador se pierde un poco.
Y el veredicto es... ★★★½